En pleno corazón del centro histórico de Ciudad de México se alza un antiguo edificio cuya fachada muestra rostros de piedra tallados, figuras deformadas entre el sufrimiento y el misterio. Pocos transeúntes conocen que detrás de esas expresiones se oculta la historia del Hospital del Divino Salvador, la primera institución psiquiátrica exclusiva para mujeres en América Latina.
Un origen impulsado por una mujer anónima
Aunque con frecuencia se atribuye su fundación a José Sáyago, la verdadera artífice fue su esposa, cuyo nombre se perdió en el tiempo. En 1687, esta mujer pidió permiso para brindar refugio en su propia casa a su prima —quien vivía en la calle tras perder la razón— y luego a dos mujeres más, Beatriz de la Rosa y Francisca Osorio. Aquel gesto solidario marcó el nacimiento de la institución.
El jesuita Juan Pérez apoyó la iniciativa, y en 1690 el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas otorgó una vivienda más amplia, conocida como la casa de las “Ynocentes”. Tras la muerte del prelado, la Congregación del Divino Salvador tomó el control y adquirió un terreno en la calle de la Canoa (hoy Donceles), donde se edificó formalmente el hospital.
El patio de “Las jaulas”
El manejo de mujeres consideradas peligrosas o agitadas se resolvió mediante una arquitectura de confinamiento. Existía un patio especial llamado “el de las jaulas”, con un asoleadero propio. Se justificaba como una alternativa “humanitaria”, porque evitaba el uso de esposas y grilletes: dentro de su jaula, la paciente podía moverse sin riesgo de herirse. La comida se les entregaba por una pequeña abertura llamada tronera, manteniendo a distancia al personal.
Clases Sociales
La jerarquía social de la Nueva España se replicaba fielmente dentro del manicomio. Mientras la mayoría de las internas eran indigentes sostenidas por caridad, un grupo reducido de mujeres distinguidas pagaba una pensión que les otorgaba privilegios notables: habitaciones privadas en el piso superior, muebles propios y hasta criados personales, alimentación seleccionada, enviada desde sus casas
El encierro no borraba el estatus social: incluso la locura tenía clases.
Muerte Civil
Ser admitida era, legalmente, dejar de existir como ciudadana. Las internas eran declaradas incapacitadas, sin derechos civiles ni responsabilidades jurídicas. Si ingresaban embarazadas o daban a luz dentro del hospital, los hijos eran enviados de inmediato a una casa cuna. La maternidad quedaba anulada en cuanto se atravesaban los muros del Divino Salvador.
El escándalo de la silla
A finales del siglo XIX, la opinión pública descubrió prácticas que hasta entonces habían permanecido ocultas. En 1897, un periódico denunció la muerte de una paciente mientras estaba amarrada a un sillón. La institución negó responsabilidad, pero confirmó el uso del mueble: un asiento con un orificio diseñado para pacientes rebeldes, suicidas o excitadas, con la supuesta intención de mantenerlas limpias y evitar autolesiones.
La sociedad, sin embargo, vio en esa silla el símbolo de una psiquiatría que confundía contención con castigo.
Los rostros
Con el paso del tiempo, la población del hospital llegó a superar las mil internas, muchas viviendo en condiciones indignas y sometidas a tratamientos cuestionables. Diversas mujeres murieron allí, y se dice que sus rostros de dolor quedaron eternizados en la fachada del edificio. Una leyenda incluso afirma que el escultor, movido por misoginia, añadió un par de rostros masculinos a pesar de que el hospital era únicamente para mujeres.
Hoy, esas figuras siguen mirando a quienes pasan sin saber que se encuentran frente al antiguo refugio —y prisión— de cientos de vidas marcadas por la locura, el abandono y la falta de derechos humanos.












