En octubre de 2016, la comediante Joanna Hausmann viajó a Miami por trabajo. Hija de venezolanos y conocida por su humor agudo, siempre había sido una persona escéptica: para ella no existían fantasmas ni energías invisibles, solo casualidades y física. Sin embargo, esa visita cambiaría para siempre su manera de ver el mundo.
El trabajo le prometió “el mejor hotel de Miami”. A su llegada, Joanna encontró un edificio que parecía sacado de otra época: una torre mediterránea, amarilla y blanca, con balcones, tejas de barro y una punta afilada como un faro antiguo. El lobby, adornado con columnas clásicas, lámparas doradas y plantas gigantes, tenía la elegancia de un teatro. Pero, detrás de la belleza, algo resultaba inquietante.
Los pasillos estaban decorados con fotos en blanco y negro de turistas de los años 30, bañistas con trajes antiguos y sonrisas congeladas en el tiempo. El cuarto, amplio y lujoso, parecía detenido en el tiempo, con sala privada y vistas a palmeras verdes. Sin embargo, Joanna sentía un peso inexplicable en el pecho. Intentó atribuirlo a asma o polvo, pero ni el inhalador ni la rutina del gimnasio del subsuelo lograron disipar la sensación del todo.
En el gimnasio, que contrastaba con la opulencia del resto del hotel, su cuerpo reaccionó de manera extraña: un enrojecimiento en el brazo, pecho y rostro apareció sin explicación y desapareció minutos después. Más tarde, esa misma noche, mientras dormía, la televisión se encendió sola en dos ocasiones, reproduciendo anuncios y gritos políticos a todo volumen. Posteriormente, escuchó susurros de voces masculinas y femeninas provenientes de la sala, que estaba vacía, y presenció cómo los aparatos eléctricos se activaban y apagaban por sí solos.
Al día siguiente, el chofer que la recogió comentó: “Eso tiene todo el sentido del mundo. Este es el hotel más embrujado de Florida”. Recién entonces Joanna supo que se hospedaba en el Biltmore Hotel, un edificio con casi un siglo de historias oscuras.
Historia del Hotel Biltmore
En 1926, George Merrick levantó su obra maestra. El fundador de Coral Gables soñó un palacio que fuera el corazón de su comunidad. Así nació el Biltmore Hotel: con su piscina colosal —la más grande del mundo en aquel entonces—, sus lámparas de cristal y sus fiestas deslumbrantes. Pronto se convirtió en refugio de la élite, un lugar donde el lujo parecía no tener fin.
Pero en Miami la eternidad se rompe fácil. Apenas unos meses después de abrir, un huracán de 209 kilómetros por hora arrasó la ciudad. El Biltmore resistió, aunque sus salones dorados se convirtieron en refugio para más de dos mil personas. Durmieron entre cortinas de terciopelo y colchones improvisados. Fue el primer aviso: la historia del hotel no sería solo de esplendor.
Llegó la Ley Seca. Y con ella, un cambio de rostro. Tras las paredes elegantes corría el whisky clandestino. En la Suite Royal Penthouse —un bar y casino secreto en los pisos 13 y 14— se jugaban fortunas. Hasta que en 1929 una disputa terminó con sangre: Ed Wilson disparó contra el gánster Thomas “Fatty” Walsh. Desde entonces, dicen, Walsh nunca se fue. Su espíritu ronda el piso trece. Mueve objetos, recibe a los huéspedes en el ascensor, y cada 7 de marzo —el día de su muerte— risas y voces incorpóreas parecen revivir las fiestas de otra época.
El ascensor mismo guarda su propio misterio. Visitantes aseguran que se detiene solo en el piso de Walsh. Se niega a cerrar sus puertas mientras las luces parpadean, como si alguien invisible insistiera en subir.
Y no fue el único crimen. En 1935, un robo de joyas sacudió al hotel. Después vino una estafa tan grande que hasta el FBI de J. Edgar Hoover se involucró.
La guerra lo cambió todo. En 1942, el Biltmore dejó de ser hotel. Se convirtió en hospital militar. Los salones de baile se transformaron en quirófanos, el gimnasio en morgue. Miles de soldados heridos pasaron por sus salas, entre ellos Dwight D. Eisenhower. Y de esos años quedaron nuevos fantasmas: soldados espectrales marchando en fila, un ascensorista con uniforme antiguo que desaparece al llegar al destino, y la Mujer de Blanco. Algunos la ven como enfermera fiel a su guardia. Otros, como una novia rota que se quitó la vida. Su presencia deja un frío súbito, y un aroma a gardenias flotando en los pasillos.
El cierre del hospital en 1968 dejó al gigante vacío. Dos décadas de abandono lo marcaron. La torre se cubrió de grafitis, las fiestas ilegales regresaron, y con ellas nuevas historias: cuchillos ensangrentados encontrados en muros, grabaciones de respiraciones sin cuerpo, guardias huyendo aterrados.
El renacimiento llegó en 1987, con una restauración millonaria que devolvió su esplendor. Pero no disipó lo otro, lo invisible. Hoy, huéspedes y empleados siguen contando lo mismo: sombras que se cuelan bajo las sábanas, televisores que se apagan solos, parejas invisibles bailando en el Granada Room.
Historias que marcan
Volviendo al relato de Joanna Hausmann ilustran cómo un lugar histórico puede generar experiencias que desafían la lógica. La comediante aseguró que desde entonces ya no entra en ningún hotel sin investigar primero su historia. Para ella, la estadía en el Biltmore no solo cuestionó su escepticismo, sino que también le otorgó empatía hacia quienes aseguran haber sentido lo mismo: un miedo antiguo, inexplicable y profundo.
Más allá del lujo y su arquitectura icónica, el Biltmore Hotel es un espacio donde pasado y presente conviven. Sus cúpulas, columnas, salones y pasillos interminables esconden décadas de fiestas, tragedias y misterios. Y quienes lo visitan, terminan llevándose algo más que recuerdos: una experiencia que combina la historia tangible con la percepción de lo inexplicable.









