Quien se acerca a la ribera de la Neva, frente a la antigua prisión de “Kresty”, descubre dos figuras que inquietan incluso al transeúnte más distraído. Son esfinges, pero no al estilo egipcio que evoca grandeza y solemnidad. Estas criaturas parecen venir de un mundo más oscuro, un espejo distorsionado de la naturaleza humana.

Sus rostros están partidos en dos. En un lado, la juventud: facciones suaves, serenas, casi hermosas. En el otro, la muerte: un cráneo descarnado, dientes apretados, cuencas vacías que parecen observarlo todo. La imagen resulta desconcertante, como si la sonrisa de la calavera llevara oculta una burla cruel. El cuerpo, felino y poderoso, muestra costillas marcadas, pero también una fuerza que no se deja doblegar: pechos firmes, hombros anchos, patas robustas. No hay debilidad en estas criaturas, solo una tensión entre lo vivo y lo muerto, lo bello y lo terrible.
Esa dualidad es la esencia del monumento. Los esfinges encarnan las contradicciones de la historia: la dignidad y la humillación, la esperanza y el miedo, el heroísmo y la traición. Mirándose uno al otro, parecen enfrentarse eternamente en silencio, como dos testigos petrificados de un pasado imposible de olvidar.
Entre ellos se abre un ventanal de granito con barrotes, dispuesto en forma de cruz. No es una cruz cualquiera, sino una latina, la misma del martirio de Cristo, recordando que el sufrimiento de las víctimas de las represiones fue también un calvario colectivo. Bajo la ventana, un círculo de alambre de púas se convierte en corona de espinas, símbolo del dolor impuesto por el encierro. Desde allí, la mirada se dirige inevitablemente hacia los muros oscuros de “Kresty”, la prisión que fue escenario de tantas vidas truncadas.
Los pedestales de las figuras llevan grabadas citas de escritores y poetas. Allí se leen también versos de Anna Ajmátova, cuya presencia es casi física en el lugar: en la década de 1930, ella misma aguardaba durante horas frente a esas rejas para intentar entregar paquetes a sus seres queridos encarcelados. Hoy, su propio monumento se encuentra a unos pasos, formando un diálogo silencioso con los esfinges.
El conjunto se conoce como “Esfinges Metafísicas”. Fue creado por el escultor Mijaíl Shemiakin junto a los arquitectos Anatoli Vasíliev y Viacheslav Bukhaev, e inaugurado en 1995. Aunque recibió críticas por haberse instalado sin consulta pública, con el tiempo se convirtió en uno de los memoriales más impactantes de la ciudad. No está exento de polémica ni de actos de vandalismo, pero su fuerza simbólica persiste.
Hoy, bajo el cielo gris de San Petersburgo, los esfinges siguen ahí: mitad vida, mitad muerte. Y recuerdan, con una mirada que no se desvía, que la memoria de las víctimas de las represiones políticas no puede ser olvidada.