En Ronda, en lo alto de Málaga, hay un museo que parece salido de un sueño extraño. O de una pesadilla.
El Museo Lara ocupa una antigua casa-palacio, y al cruzar sus puertas uno siente que el tiempo se detiene. Ocho salas que guardan objetos imposibles: mandrágoras con forma humana, amuletos que prometían ser infalibles, monstruos disecados, un cráneo sobre el que descansa un ave del infierno. Hasta los restos de una sirena.
Pero lo más perturbador no es la colección en sí, sino las preguntas que despierta. ¿Por qué las brujas vuelan en escoba? ¿Qué ritual había que seguir para arrancar una mandrágora sin morir en el intento? ¿De verdad los duendes tenían familia?
La visita no se hace deprisa. Cada pieza guarda una historia. Cada vitrina parece susurrar secretos que durante siglos se ocultaron. Porque aquí no solo se exhiben rarezas: se reconstruye un mundo de miedos, de supersticiones, de creencias que marcaron a generaciones enteras.
En una sala está la copia de la Doncella de Hierro de Núremberg. En otra, el péndulo y la silla de tortura, la jaula colgante, la guillotina. Instrumentos del dolor que la Santa Inquisición usó para imponer obediencia. A su lado, libros que alguna vez fueron propiedad del Santo Oficio.
Y entonces aparecen ellas: las brujas. Al principio fueron curanderas, respetadas. Con el tiempo, la sospecha las volvió demoníacas. Intermediarias entre Satanás y los hombres. En el museo, entre las sombras, está Pazuzu: el primer diablo de la antigua Mesopotamia.
También está la mandrágora, la planta mágica por excelencia. Se decía que gritaba al arrancarla, y que su alarido podía matar. Por eso se usaban perros entrenados: ellos morían en lugar del hombre. Un sacrificio necesario para conseguir el ingrediente más codiciado de cualquier pócima.
El museo también habla de venenos discretos, de pócimas mortales con belladona o con la planta del rosario. De tarántulas con cabeza de gato. De alquimistas que experimentaban sin descanso, convencidos de que a través de los alucinógenos podían entrar en contacto con otras dimensiones.
Caminar por sus salas es dejarse arrastrar por un pasado que parece todavía vivo. Oscuro, misterioso, inquietante. Y al salir, la pregunta inevitable: ¿cuánto de todo esto seguimos llevando dentro, disfrazado de curiosidad, de miedo o de fascinación?
El Museo Lara no solo se visita. Se queda contigo.