El 10 de junio de 1944, apenas cuatro días después del desembarco de Normandía, un pequeño y apacible pueblo del centro de Francia vivió una de las tragedias más atroces de la Segunda Guerra Mundial. Oradour-sur-Glane, una localidad tranquila y alejada del frente, fue escenario de una masacre en la que el ejército alemán asesinó a 643 personas, entre ellas casi 200 niños, y redujo el pueblo a cenizas.
Aquel sábado de verano, los habitantes disfrutaban de una jornada normal cuando, sin previo aviso, 150 soldados de la división SS “Das Reich” rodearon el lugar. El comandante Adolf Diekmann, conocido por su crueldad, había ordenado la operación en represalia por la captura y decapitación de un oficial alemán, aunque nunca se demostró que Oradour tuviera relación alguna con el hecho. Existen versiones que apuntan a un error: el comandante habría confundido Oradour-sur-Glane con Oradour-sur-Vayres, un pueblo cercano.
Sea por venganza o por error, el resultado fue el mismo. A las dos de la tarde, los soldados entraron al pueblo y reunieron a toda la población en la plaza central bajo el pretexto de un control de identidad. Nadie imaginaba que esa sería su última reunión.
Las mujeres y los niños fueron conducidos a la iglesia, mientras que los hombres fueron divididos en varios grupos y llevados a diferentes puntos del pueblo, donde fueron ejecutados de forma sistemática. Los soldados disparaban a las piernas de las víctimas para herirlas y luego las rociaban con gasolina antes de prenderles fuego. Los edificios fueron incendiados uno a uno, convirtiendo a Oradour en un infierno.
Entre los hombres, Robert Hébras logró sobrevivir ocultándose bajo los cuerpos de sus vecinos. A pesar de resultar herido, esperó inmóvil hasta que los soldados se marcharon y pudo escapar.
En la iglesia, el horror fue igual de desgarrador. Una única mujer, Marguerite Rouffanche, logró escapar con vida. Contó que los soldados colocaron una caja explosiva frente al altar, provocando una gran detonación que mató a decenas de personas. En medio del humo y los gritos, las mujeres intentaron romper las ventanas con piedras. Marguerite consiguió trepar por una de ellas y saltar desde gran altura, recibiendo varios disparos en el cuerpo. Se arrastró hasta un campo de guisantes, donde permaneció escondida durante horas hasta ser rescatada. Su testimonio permitió conocer lo sucedido en el interior del templo.
El fuego fue tan intenso que la campana de la iglesia llegó a fundirse. Los soldados permanecieron tres días más en el lugar, saqueando lo poco que quedaba en pie antes de retirarse. Entre las víctimas había 19 refugiados españoles que habían huido de la Guerra Civil buscando un lugar seguro para rehacer su vida.
Con el fin de la guerra, se decidió no reconstruir Oradour-sur-Glane. El general Charles de Gaulle ordenó que se conservara tal como había quedado, como testimonio permanente de la barbarie. Hoy, las calles silenciosas, los coches calcinados y las casas en ruinas permanecen exactamente igual que aquel día, convertidas en un memorial nacional conocido como le village martyr (“el pueblo mártir”).
El proceso judicial posterior apenas trajo justicia. Muchos de los soldados implicados eran alsacianos reclutados a la fuerza por el ejército alemán, lo que complicó los juicios. Finalmente, ninguno de los condenados cumplió penas significativas, lo que generó una profunda indignación entre los supervivientes.
Entre las lápidas del cementerio de Oradour descansan los restos de las víctimas, incluidos dos ataúdes que guardan los huesos de aquellos que nunca pudieron ser identificados. Allí también se encuentra la tumba de Marguerite Rouffanche, la única mujer que logró sobrevivir.
Hoy, Oradour-sur-Glane sigue siendo un lugar de memoria y reflexión, un símbolo del sufrimiento civil en tiempos de guerra y una advertencia contra el olvido.
Más de ochenta años después, su silencio aún recuerda al mundo lo que ocurrió aquel 10 de junio de 1944, para que atrocidades como aquella nunca vuelvan a repetirse.










