Ronda es de esas ciudades que parecen hechas para una postal. Los que vienen de la Costa del Sol suelen detenerse aquí buscando un respiro entre tanta playa y chiringuito. Y se llevan la foto: el puente nuevo sobre el Tajo, las callejuelas blancas, la plaza de toros. Lo de siempre.
Pero hay un rincón de Ronda que casi nadie visita. Un sitio pequeño, casi escondido, que no aparece en las guías ni en los paquetes turísticos. Para los locales, sin embargo, tiene un nombre inquietante: el Templete de los Ahorcados o Templete de la Virgen de los Dolores.
Está en el barrio del Mercadillo, pegado a una casa en la esquina de la calle Virgen de los Dolores con Santa Cecilia. Si uno no sabe lo que busca, puede pasarlo de largo. Parece apenas una capilla de fachada sencilla, cubierta con tejas moriscas, con arcos y un pequeño retablo de la Virgen de los Dolores en su interior. A un lado, balconcillos de madera y dos escudos de los Reyes Católicos vigilan desde lo alto.
Hasta ahí, todo normal. Pero basta detener la mirada para que algo se remueva.
Las columnas que sostienen la capilla no son columnas cualquiera. Son cuerpos. Fustes tallados en forma de figuras humanas, con sogas apretadas alrededor del cuello. Ahí está el origen del nombre.
Dos de esas figuras parecen híbridos: hombres con alas, como pájaros caídos. La tradición popular dice que son ángeles desterrados, condenados a mirar al suelo. Pero también podrían ser ecos de las culturas precolombinas, donde lo humano y lo animal se mezclaban en símbolos de poder. Quizás el escultor conocía esas imágenes. Quizás quiso hacer un guiño al demonio, o al paganismo. Nadie lo sabe.
Las otras dos columnas, en cambio, muestran cuerpos humanos más claros, más reconocibles. Rostros tensos, gestos contenidos. La huella de un estilo manierista propio de la segunda mitad del siglo XVIII. Y sin embargo, una inscripción de mármol en el mismo templete es contundente: se levantó en 1734, durante el reinado de Fernando VI, cuando el corregidor de Ronda era Manuel Joaquín de Vega Meléndez.
Pero lo más perturbador no son las columnas. Es lo que cuentan de este lugar.
La tradición dice que aquí se detenían los condenados a muerte antes de caminar a la plaza cercana donde serían ejecutados. Aquí rezaban sus últimas oraciones, murmuraban sus últimas palabras, pedían lo imposible: un indulto, un milagro, un minuto más de vida.
Imagina la escena. Una pequeña multitud acompañando al reo. El silencio denso. El cuerpo ya con la soga preparada, la misma que colgaba un poco más adelante, en la horca pública. Este templete era su último refugio. Su frontera entre el mundo de los vivos y la certeza del final.
Hoy el lugar sobrevive discreto, apegado a la vida cotidiana de los rondeños. Casi nadie se detiene. Y sin embargo, las columnas siguen ahí, mostrando los cuerpos de piedra con la cuerda en el cuello.
Recordándonos que, en Ronda, la belleza y la muerte alguna vez caminaron juntas.