En Mijas, un pueblo blanco en la montaña, existe un lugar donde lo imposible se vuelve cotidiano. Se llama El Carromato de Mijas, aunque antes tenía un nombre más pintoresco: El Carromato de Max.
A simple vista parece un museo cualquiera. Pero basta leer los carteles de la entrada para sentir curiosidad:
Una corrida de toros en una lenteja.
Un retrato de Lincoln en la cabeza de un alfiler.
Las siete maravillas del mundo pintadas en un palillo de dientes.
¿Cómo resistirse?
La historia comienza con un hombre: Juan Elegido Millán. De día, hipnotizador. De noche, coleccionista. En los escenarios se hacía llamar Profesor Max. Viajó, recorrió el mundo, y en cada parada recogió algo diminuto, extraño, fascinante. Poco a poco fue armando una colección que parecía más un acto de magia que de paciencia.
En 1972 decidió compartirla con el público. Abrió su carromato con 360 piezas. Tres años después murió. Pero la colección sobrevivió. Pasó a sus herederos, y de allí al Ayuntamiento, que la protege hasta hoy.
Con el tiempo, el museo cambió. En 1992 aquel carromato de madera y chapa fue reemplazado por una construcción más firme. Se perdió un poco del aire romántico, sí. Pero ganó en seguridad. Las piezas quedaron protegidas en esferas de metacrilato, con lupas para mirar de cerca. Porque a simple vista, muchas serían invisibles.
Los materiales eran sencillos: jabón, pan, un alfiler, una cerilla. Cosas que cualquiera podía tener a mano. Pero en esas manos —las de un miniaturista anónimo— lo trivial se transformaba en prodigio.
Entre las piezas más famosas está una cabeza reducida, al estilo jíbaro. También La Última Cena pintada en un grano de arroz. Y un grupo de pulgas disecadas y vestidas como si fueran actores en miniatura.
Y que a veces basta una lupa para descubrir un universo entero.
