Pero no es cierto. Allí no se venden. Nadie te los cobra. La mujer que la atiende —una figura casi invisible detrás del mostrador— no promete milagros. Solo te da las herramientas: un papel en blanco, un bolígrafo, un hilo. Y una instrucción muy clara: escribe tu deseo como si ya se hubiese cumplido. En pasado. O en presente. Pero nunca en futuro. Y no olvides ponerle fecha. Porque si no dices cuándo, tal vez nunca llegue.
Después, lo cuelgas en el muro exterior. Tocás una campana. Y esperás.
Parece un juego. Pero no lo es.
Más de 50.000 deseos cuelgan hoy de esa pared. Pequeños papeles blancos, movidos por el viento, como si el destino los leyera uno por uno. Quizá sí. Quizá alguien, o algo, los lee. Y los va cumpliendo, con paciencia. A su ritmo.
Una Sala de Estar Disfrazada de Tienda
La tienda no parece tienda. Se siente más como una sala de estar: una chimenea apagada, un espejo grande, una estufa, cortinas rojas que apenas dejan pasar la luz. Y relojes. Muchos relojes. Como si recordaran que el tiempo es importante. Que los deseos tienen caducidad.
En la mesa del centro se venden llaves. Pequeñas, doradas, con etiquetas que dicen: amor, trabajo, paciencia, dinero. También hay libros con títulos que prometen enseñarte a desear mejor.
En un estante, a la izquierda, hay fotos viejas de Madrid. Cada una con una frase. No cualquier frase. Son deseos cumplidos, según dice la dueña. Uno muestra el Palacio Real: “Fue deseo del rey Felipe V”. Otro, la Catedral de la Almudena: “La quiso Alfonso XII”. Más allá, el Museo del Prado: “María Isabel de Braganza lo soñó primero”.
Deseos en el Viento
Afuera, la fachada es una masa blanca de papeles colgados. Turistas, en su mayoría, se detienen a mirar, a leer, a escribir el suyo. Algunos lo hacen sin pensarlo mucho. Otros, en silencio, como si confesaran un secreto.
Los deseos son humildes. Humanos. Uno dice: “Deseo que en 2025 mi tía pase de los 100 años y goce de buena salud”. Hay mensajes en todos los idiomas. Como si la felicidad hablara con acento global. Salud, amor, trabajo. Algunos agregan paz, tranquilidad. Y uno se da cuenta: eso es lo que todos queremos.
Los mensajes no tienen nombre. No hace falta. Quien los cumpla —estrella, dios, destino— ya sabe de quién son. Uno pide reencontrarse con un amor lejano. Otro quiere ser amigo para siempre de alguien. Y uno más, corto, directo: “Quiero salud, paz, éxito y felicidad”.