En la rue de Cotte del distrito 12 de París, una fachada blanca neoclásica se alza sin edificio detrás, como una escenografía olvidada. Es lo único que queda del antiguo Grand Lavoir du Marché Lenoir (Gran Lavadero del Mercado Lenoir), un vestigio del pasado que sobrevive incrustado en el muro perimetral de una escuela, como si el tiempo lo hubiera aplanado en dos dimensiones.
Un edificio que ya no está
Este lavadero fue construido en 1830 en el número 9 de la misma calle. Era uno de los espacios públicos más modernos de su tiempo: tenía una estructura de madera y metal, un sistema de ventilación por persianas, secadero de roble, caldera y chimenea de ladrillo. Allí acudían amas de casa y lavanderas del barrio para lavar la ropa con acceso a agua caliente, en una época en la que apenas existían noventa lavoirs en todo París.
Con el tiempo, el lugar fue testigo de transformaciones. En los años 60 se convirtió en lavandería industrial, y finalmente cerró en 1977, como ocurrió con casi todos los lavoirs parisinos, que fueron desapareciendo con la llegada de las lavadoras automáticas.
Una pieza que casi se pierde
En los años 80, el Ayuntamiento planeaba demoler el edificio para construir viviendas sociales y una guardería. Pero la presión de los vecinos, decididos a conservar ese fragmento de historia popular, logró que en 1988 se protegiera la fachada como Monumento Histórico.
Como solución intermedia, se decidió mover la fachada 40 metros, desde el número 9 al número 3, para instalarla en el muro de una escuela vecina. El traslado se realizó en una sola mañana, mediante un sistema de rieles. Y así, lo que fue una estructura viva y funcional terminó convertido en una especie de decorado urbano, sin profundidad ni volumen, pero cargado de memoria.
El último testigo
Esta fachada fantasmal es el último resto de los más de 300 lavoirs (lavaderos) que existieron en la ciudad. Hoy, aunque no conserva su función ni su interior, sigue contando una historia: la del trabajo invisible de miles de mujeres, de un París popular y funcional, y de un patrimonio que casi se pierde.
Frente a ella, cuesta no sentir que uno está ante la entrada de un edificio imaginario. Pero ese es precisamente su valor: recordar lo que ya no está.